martes, 28 de agosto de 2018

La amistad y los perros (prólogo tardío)


Encuentro una dicha especial en el hecho de hallarme rodeado de perros. Ya de por sí es asombroso que dos animales de especies tan distintas (ellos descubren el mundo principalmente a través de su olfato) puedan entenderse mutuamente aunque sea un poco y hasta sentir aprecio el uno por el otro. No me parece que ese entendimiento pueda ser reducido a las ventajas que uno obtenga del otro (alimento, compañía...): por sí solo es un encuentro lo bastante dichoso.

He escuchado la idea de que ellos nos perciben como a perros enormes y, por supuesto, algo excéntricos. Yo creo que ellos también nos saben distintos. Aquella afirmación es tan inverosímil como la de que nosotros los percibimos como humanos pequeños y peludos. Las claras diferencias entre mis perros y yo son la principal condición de la alegría que irradia nuestro encuentro: yo me alegro de tener un lugar en su mundo canino, y seguramente ellos se alegran de participar en mi mundo de humano. Lo que ocurre es que tanto ellos como nosotros intentamos comunicarnos haciendo uso del único lenguaje del que originariamente disponemos: ellos con el de los perros y nosotros con el nuestro. Pero incluso cuando no logramos entendernos, lo maravilloso es que unos y otros lo intentamos. Tal esfuerzo es la base de lo que suele haber entre perros y hombres: no una mera explotación de los unos por los otros, mero aprovechamiento de las ventajas que uno puede ofrecerle al otro, sino una auténtica convivencia, esto es, una vida en común. Los perros no sólo nos acompañan, como las vacas o los caballos, sino que viven con nosotros. Lo cual pone de manifiesto que aquél esfuerzo también tiene sus éxitos, que de un modo u otro logramos entendernos, que nosotros aprendemos un poco de su lenguaje y ellos un poco del nuestro. Y eso es casi tan endemoniadamente extraño y admirable como si lográramos contactar a los habitantes de otro planeta.

Un perro, claro está, no es como un amigo humano, pero es un amigo perro. Quiero decir que ellos nos brindan su amistad de la manera en que sólo ellos pueden hacerlo. Se me dirá que estoy antropomorfizando... pero eso sólo significa que estoy hablando con, insisto, el único lenguaje que poseo. Y, sin embargo, no confundo una amistad humana con una perruna. Pero aunque mi amigo perro me entienda de manera distinta, en ambos casos hay ciertos deberes para con el otro que nutrirán la amistad: ser amable, respetuoso y sincero. Yo no creo que uno tenga derecho a esperar algo más de sus amigos, sino que el resto es donación, obsequio, y en eso radica su valor (no es, por tanto, un valor comercial, no es un intercambio condicionado). Y justo en ello se deja ver que en efecto se trata de una amistad correspondida, pues no ha habido un momento en que alguno de mis perros no fuera, a su manera, amable, respetuoso y sincero conmigo. Y, por si fuera poco, también me obsequian otras cosas: quieren que juegue con ellos, pasear conmigo, cuidarme incluso. Lo quieren, en efecto, tal y como yo quiero alimentarlos, darles refugio, entretenerlos. Y así como yo quiero eso, no para que me cuiden, por ejemplo, sino por que me agrada verlos sanos y alegres, estoy seguro de que ellos quieren acompañarme, no meramente para obtener comida, sino porque a su modo también les agrada verme bien.

Por último, así como uno puede sentirse orgulloso de los libros que ha leído, ¿no debería poder estarlo también de las amistades perrunas que haya logrado entablar?

martes, 5 de julio de 2016

4. El gas

Aquí en mi pueblo el gas para los calentadores y las estufas todavía se surte en los hogares encapsulado en tanques metálicos a los que les caben treinta litros del líquido. El sistema de distribución consiste en un conjunto de camiones, cada uno de los cuales se pasea por la ciudad amenazando las más de las veces la vida de los pobladores con su velocidad, su intrepidez y la ingente cantidad de la sustancia inflamable que transporta. Pero eso no es todo, por las calles de las secciones habitacionales de la ciudad, los susodichos transportes usan además un arma que atenta principalmente contra la salud mental de los moradores, sin que ellos se percaten, por puro hábito, del peligro que corren. Se trata de unos altavoces que con melodías abominables y a la vez pegajosas, y voces que le aguijonean a uno el cerebro, anuncian el producto en cuestión. Todas son insoportables, pero una en particular tiene un efecto alarmante en los perros: los obliga a aullar con una nostalgia que me hace pensar que les recuerda una vida anterior en la que habrían poseído el anchuroso cielo y correteado por él con la feliz lengua de fuera y una absoluta libertad. Eso, o bien que lamentan hasta el paroxismo encontrarse vivos en ese momento. En verdad, los escucho aullar al unísono y me dan unas ganas incontenibles de unírmeles en el atroz plañido. Apenas logro contener las lágrimas viéndolos alzar el hocico entreabierto y estremecido por ese lamento que les exprime las entrañas. A ellos les pasa lo mismo, escuchándose entre sí, porque la queja prosigue aun cuando el camión que lo ocasionó se ha alejado ya hasta volverse inaudible, incluso para ellos. Al final tengo que sacarlos de su triste arrobo mediante un grito o un silbido. En ese instante ellos se olvidan de su congoja y vuelven a sus ocupaciones habituales como si nada hubiera pasado: Amelia se recuesta, Charly va a beber agua, Ara se sube al sillón y Lucrecia se oculta entre las sábanas de la cama, mientras yo me quedo con el corazón apachurrado escribiendo poemas sobre la tristeza.

martes, 28 de junio de 2016

3. El complot

Acaso la tarea más ardua del día sea para mí la de ponerme los calcentines y los zapatos. Ello no se debe a mis escasas habilidades manuales, sino a la cofradía que cotidianamente se empeña en obstaculizar tan simple tarea. La ejecución de la consigna está encabezada por Amelia, una labrador de pelo negro enigmáticamente obsesionada con el aroma de mi calzado. Así, mientras ella, queriendo exprimirle su perfume, le da vueltas con la nariz dentro a uno de mis zapatos por toda la habitación, Charly, que es un perro blanco con tenues manchas obscuras (mezcla, según el veterinario, de labrador y dálmata), se entrega a una tarea acaso más radical, puesto que él va a la fuente misma: intenta  lamer mis pies a toda costa. En este punto, Amelia ha dejado mis zapatos en remotos rincones de la casa, y ahora viene a restregar insistentemente su lomo contra mis piernas, alguna de las cuales inútilmente se esfuerza por elevar un pie a la altura de las manos que, con timidez, le acercan un calcetín. Y es que es la hora en que Ara, la nueva integrante, ha de demostrar su valía para la manada. La tarea que ha asumido es a la vez ingeniosa y simple: cuando se percata de que un calcetín se aproxima a alguno de mis pies, ella se arroja contra la prenda e intenta sujetarla con su reluciente y afilada dentadura juvenil. He debido aprender a calzarme cada día de pie, primero de un lado y luego de otro, por lo menos hasta que logre levitar.

martes, 14 de junio de 2016

2. El bautizo

Se llamaría Aramis, como el mosquetero. Supongo que la expresión de su rostro, dibujada a través de innumerables arrugas, le daba cierta apariencia heróica y aventurera que a Montserrat le recordó al personaje en cuestión. A pesar de tal expresividad, en el momento del que podría denominarse su rescate, el cachorro no daba la impresión de encontrarse conturbado en lo más mínimo. Se mostraba más bien curioso, e incluso lo que ocurría, al menos esa impresión me dio, parecía hacerle gracia: como si, enmedio de la refriega, Aquiles no solo blandiera su lanza alegremente, sino que además pensara algo así como: "¡Qué curiosamente se arrojan estos hombres en mi contra! ¡Mira sus escudos, qué llamativas figuras exhiben!"... Y cosas similares. Su cola en efecto se agitaba con elocuencia mientras era arrojado al contenedor de basura, y seguía agitándose igual cuando era cargado en dirección a la que habría de ser también casa suya. He de suponer que las croquetas lo tomaron por sorpresa, pues su hocico acometió al plato con la convicción con que uno quiere mantenerse volando antes de que el sueño termine y uno finalmente se despierte, confundido y decepcionado. En fin, que ninguno parecía más apropiado que el nombre de Aramis, hasta que, un día después, descubrimos que era hembra. Ahora la llamamos simplemente Ara. Pero así como los padres de niños humanos usan los nombres completos de sus hijos cuando se trata de regañar, en esas ocasiones Ara también vuelve a ser Aramis.

viernes, 10 de junio de 2016

1. Aramis llega a casa

Un día común y corriente, de esos en los que uno se levanta pensando en todas las cosas que tiene qué hacer durante las horas que quedan antes de dormir, luego desayuna apresuradamente lo que pudo procurarse más rápidamente, se ducha y sale corriendo al trabajo sabiendo que de cualquier modo llegará tarde porque a esa hora todas las personas que viven en esa ciudad y en otras aledañas se dirigen a un trabajo que realizan en el extremo opuesto de la ciudad, de modo que todos nos encontraremos a la mitad; uno de esos días cualesquiera en que uno sale de su casa esperando que no le descuenten mucho dinero por llegar tarde, que no cierren la avenida, que algún estúpido no venga a estrellarle su coche, que los niños hayan hecho la tarea (quienes los tienen), o que no lo asalten en la calle; un día normal, digo, unas niñas de aspecto ruinoso tiraron un cachorro de labrador al contenedor de basura que está frente a la casa. Yo apenas y me di cuenta, pero Montserrat pareció haber sido advertida por una alarma que sólo ella era capaz de escuchar. Se dirigió con determinación militar hacia el lugar de los hechos, regañó con hábito de profesor a las niñas, y sacó al perro del contenedor de basura. Aquí debería decir que a partir de ese momento nuestra vida cambió (la mía al menos), pero no es cierto, tampoco es para tanto. Evidentemente hubo que comprar más croquetas y recoger más excremento, pero no mucho más. En cambio, sí que puedo decir cuán relevantes son mis perros para mi vida, aunque no la cambien radicalmente le agregan una dimensión que no podría sustituirse por nada más.