viernes, 10 de junio de 2016

1. Aramis llega a casa

Un día común y corriente, de esos en los que uno se levanta pensando en todas las cosas que tiene qué hacer durante las horas que quedan antes de dormir, luego desayuna apresuradamente lo que pudo procurarse más rápidamente, se ducha y sale corriendo al trabajo sabiendo que de cualquier modo llegará tarde porque a esa hora todas las personas que viven en esa ciudad y en otras aledañas se dirigen a un trabajo que realizan en el extremo opuesto de la ciudad, de modo que todos nos encontraremos a la mitad; uno de esos días cualesquiera en que uno sale de su casa esperando que no le descuenten mucho dinero por llegar tarde, que no cierren la avenida, que algún estúpido no venga a estrellarle su coche, que los niños hayan hecho la tarea (quienes los tienen), o que no lo asalten en la calle; un día normal, digo, unas niñas de aspecto ruinoso tiraron un cachorro de labrador al contenedor de basura que está frente a la casa. Yo apenas y me di cuenta, pero Montserrat pareció haber sido advertida por una alarma que sólo ella era capaz de escuchar. Se dirigió con determinación militar hacia el lugar de los hechos, regañó con hábito de profesor a las niñas, y sacó al perro del contenedor de basura. Aquí debería decir que a partir de ese momento nuestra vida cambió (la mía al menos), pero no es cierto, tampoco es para tanto. Evidentemente hubo que comprar más croquetas y recoger más excremento, pero no mucho más. En cambio, sí que puedo decir cuán relevantes son mis perros para mi vida, aunque no la cambien radicalmente le agregan una dimensión que no podría sustituirse por nada más.

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