martes, 5 de julio de 2016

4. El gas

Aquí en mi pueblo el gas para los calentadores y las estufas todavía se surte en los hogares encapsulado en tanques metálicos a los que les caben treinta litros del líquido. El sistema de distribución consiste en un conjunto de camiones, cada uno de los cuales se pasea por la ciudad amenazando las más de las veces la vida de los pobladores con su velocidad, su intrepidez y la ingente cantidad de la sustancia inflamable que transporta. Pero eso no es todo, por las calles de las secciones habitacionales de la ciudad, los susodichos transportes usan además un arma que atenta principalmente contra la salud mental de los moradores, sin que ellos se percaten, por puro hábito, del peligro que corren. Se trata de unos altavoces que con melodías abominables y a la vez pegajosas, y voces que le aguijonean a uno el cerebro, anuncian el producto en cuestión. Todas son insoportables, pero una en particular tiene un efecto alarmante en los perros: los obliga a aullar con una nostalgia que me hace pensar que les recuerda una vida anterior en la que habrían poseído el anchuroso cielo y correteado por él con la feliz lengua de fuera y una absoluta libertad. Eso, o bien que lamentan hasta el paroxismo encontrarse vivos en ese momento. En verdad, los escucho aullar al unísono y me dan unas ganas incontenibles de unírmeles en el atroz plañido. Apenas logro contener las lágrimas viéndolos alzar el hocico entreabierto y estremecido por ese lamento que les exprime las entrañas. A ellos les pasa lo mismo, escuchándose entre sí, porque la queja prosigue aun cuando el camión que lo ocasionó se ha alejado ya hasta volverse inaudible, incluso para ellos. Al final tengo que sacarlos de su triste arrobo mediante un grito o un silbido. En ese instante ellos se olvidan de su congoja y vuelven a sus ocupaciones habituales como si nada hubiera pasado: Amelia se recuesta, Charly va a beber agua, Ara se sube al sillón y Lucrecia se oculta entre las sábanas de la cama, mientras yo me quedo con el corazón apachurrado escribiendo poemas sobre la tristeza.

martes, 28 de junio de 2016

3. El complot

Acaso la tarea más ardua del día sea para mí la de ponerme los calcentines y los zapatos. Ello no se debe a mis escasas habilidades manuales, sino a la cofradía que cotidianamente se empeña en obstaculizar tan simple tarea. La ejecución de la consigna está encabezada por Amelia, una labrador de pelo negro enigmáticamente obsesionada con el aroma de mi calzado. Así, mientras ella, queriendo exprimirle su perfume, le da vueltas con la nariz dentro a uno de mis zapatos por toda la habitación, Charly, que es un perro blanco con tenues manchas obscuras (mezcla, según el veterinario, de labrador y dálmata), se entrega a una tarea acaso más radical, puesto que él va a la fuente misma: intenta  lamer mis pies a toda costa. En este punto, Amelia ha dejado mis zapatos en remotos rincones de la casa, y ahora viene a restregar insistentemente su lomo contra mis piernas, alguna de las cuales inútilmente se esfuerza por elevar un pie a la altura de las manos que, con timidez, le acercan un calcetín. Y es que es la hora en que Ara, la nueva integrante, ha de demostrar su valía para la manada. La tarea que ha asumido es a la vez ingeniosa y simple: cuando se percata de que un calcetín se aproxima a alguno de mis pies, ella se arroja contra la prenda e intenta sujetarla con su reluciente y afilada dentadura juvenil. He debido aprender a calzarme cada día de pie, primero de un lado y luego de otro, por lo menos hasta que logre levitar.

martes, 14 de junio de 2016

2. El bautizo

Se llamaría Aramis, como el mosquetero. Supongo que la expresión de su rostro, dibujada a través de innumerables arrugas, le daba cierta apariencia heróica y aventurera que a Montserrat le recordó al personaje en cuestión. A pesar de tal expresividad, en el momento del que podría denominarse su rescate, el cachorro no daba la impresión de encontrarse conturbado en lo más mínimo. Se mostraba más bien curioso, e incluso lo que ocurría, al menos esa impresión me dio, parecía hacerle gracia: como si, enmedio de la refriega, Aquiles no solo blandiera su lanza alegremente, sino que además pensara algo así como: "¡Qué curiosamente se arrojan estos hombres en mi contra! ¡Mira sus escudos, qué llamativas figuras exhiben!"... Y cosas similares. Su cola en efecto se agitaba con elocuencia mientras era arrojado al contenedor de basura, y seguía agitándose igual cuando era cargado en dirección a la que habría de ser también casa suya. He de suponer que las croquetas lo tomaron por sorpresa, pues su hocico acometió al plato con la convicción con que uno quiere mantenerse volando antes de que el sueño termine y uno finalmente se despierte, confundido y decepcionado. En fin, que ninguno parecía más apropiado que el nombre de Aramis, hasta que, un día después, descubrimos que era hembra. Ahora la llamamos simplemente Ara. Pero así como los padres de niños humanos usan los nombres completos de sus hijos cuando se trata de regañar, en esas ocasiones Ara también vuelve a ser Aramis.

viernes, 10 de junio de 2016

1. Aramis llega a casa

Un día común y corriente, de esos en los que uno se levanta pensando en todas las cosas que tiene qué hacer durante las horas que quedan antes de dormir, luego desayuna apresuradamente lo que pudo procurarse más rápidamente, se ducha y sale corriendo al trabajo sabiendo que de cualquier modo llegará tarde porque a esa hora todas las personas que viven en esa ciudad y en otras aledañas se dirigen a un trabajo que realizan en el extremo opuesto de la ciudad, de modo que todos nos encontraremos a la mitad; uno de esos días cualesquiera en que uno sale de su casa esperando que no le descuenten mucho dinero por llegar tarde, que no cierren la avenida, que algún estúpido no venga a estrellarle su coche, que los niños hayan hecho la tarea (quienes los tienen), o que no lo asalten en la calle; un día normal, digo, unas niñas de aspecto ruinoso tiraron un cachorro de labrador al contenedor de basura que está frente a la casa. Yo apenas y me di cuenta, pero Montserrat pareció haber sido advertida por una alarma que sólo ella era capaz de escuchar. Se dirigió con determinación militar hacia el lugar de los hechos, regañó con hábito de profesor a las niñas, y sacó al perro del contenedor de basura. Aquí debería decir que a partir de ese momento nuestra vida cambió (la mía al menos), pero no es cierto, tampoco es para tanto. Evidentemente hubo que comprar más croquetas y recoger más excremento, pero no mucho más. En cambio, sí que puedo decir cuán relevantes son mis perros para mi vida, aunque no la cambien radicalmente le agregan una dimensión que no podría sustituirse por nada más.